Artículo publicado originalmente en Mivino.es
La Historia cuenta que al norte de Madrid, justo antes de acceder a las empinadas rampas de la sierra y en pleno valle del río Jarama, existía ya en los primeros siglos de la Edad Media una actividad vitícola relevante. Primero los árabes y después los monjes cartujos encontraron en este pequeño lugar las condiciones ideales para cultivar la vid. Un floreciente pasado que cede el testigo a un ilusionante futuro que ha comenzado en la vendimia 2019, primera en la que sus vinos podrán lucir la etiqueta de la Denominación de Origen Vinos de Madrid a la que pertenecen desde el año pasado: es la cuarta subzona de la D.O.
E l reloj marca las 14:55. Es viernes y, como en tantas oficinas de Madrid, en cinco minutos se producirá un abandono masivo de los grandes edificios de empresas salpicados por el área metropolitana de la ciudad. Esta huida multitudinaria es la que marca el comienzo del fin de semana. Dos días en los que muchos madrileños aprovechan para escaparse a la sierra o a cualquier otro destino cercano. La principal vía para alejarse de la capital hacia el norte es la A-1, una de las más concurridas al finalizar la jornada laboral de los viernes. Pasados unos minutos de las tres, cientos de coches se acumulan en la carretera hipnotizados por el bello paisaje natural de la sierra norte madrileña, donde esos madrileños acuden para reponer fuerzas y recuperar el sosiego. Pocos kilómetros después, cuando la mancha de vehículos se ha diluido y antes de que el paisaje se torne rocoso y empinado, se pasa por El Molar (salida 41). Una localidad dormitorio de algo más de 8.500 habitantes en la que nos queremos detener porque desde 2018 da nombre a la cuarta subzona de la Denominación de Origen Vinos de Madrid y va a ser esta, la de 2019, la primera añada que saldrá al mercado con esta indicación. Un momento ideal para conocer el paisaje de viña, los proyectos y la vida de un municipio ligado como tantos otros al vino y su cultura. Un territorio formado por 11 pueblos que está llamado a acoger una parte importante de las escapadas de fin de semana de los madrileños porque tiene mucho que ofrecer.
Además de la fiesta que se celebra en su honor a principios del mes de octubre, el vínculo que mantiene El Molar con el vino se conoce en gran medida gracias a la propuesta hostelera que se lleva desarrollando, desde los años setenta, en unas pintorescas cuevas labradas a lo largo de los siglos por la naturaleza y aprovechadas por el hombre como despensa, donde además de alimentos se elaboraba y almacenaba vino. Un barrio de bodegas en toda regla que en el presente sirve de reclamo turístico en clave gastronómica, pero que nos da una pista importantísima sobre la actividad vitícola de la zona en el pasado. Estas cuevas no son más que la punta de un iceberg patrimonial que hay que ir descubriendo, estudiando y conectando con el resto de vestigios encontrados en otros municipios de la comarca. Históricamente, todo apunta a que estas oquedades de origen calcáreo ya fueron utilizadas por los árabes en el siglo IX como despensa de víveres, entre los que se encontraba el vino. Un territorio el del Valle del Jarama muy importante en aquella época, puesto que servía de enganche entre Madrid (Mayrit) y el paso de Somosierra. Siglos después fueron los monjes cartujos los que cultivaron la viña en los campos de la zona. Desde el monasterio de El Paular en Rascafría mandaron construir un edificio en Talamanca del Jarama con fines agrícolas y ganaderos. Es de suponer que el mismo olfato que tuvieron para plantar viña en el hoy afamadísimo Priorat es el que utilizaron para encontrar las mejores ubicaciones en estos parajes cercanos al Jarama y protegidos por la sierra de Madrid. Sin duda, razones de peso históricas como para incluir esta subzona en la D.O. Vinos de Madrid.
La subzona que faltaba
No ha sido tarea fácil. A pesar de que las crónicas encontradas daban la razón a bodegueros y viticultores, convencer con argumentos consistentes a Bruselas para que aprobara la ampliación de la D.O. Vinos de Madrid ha necesitado de un fino trabajo de orfebrería por parte de la parte técnica del Consejo Regulador, que ha tenido que investigar, caracterizar el material vegetal de cada una de las parcelas y conocer las particularidades de los suelos. Y todo ello porque desde Europa, para dar luz verde a la ampliación de una zona vitícola, solicitan una justificación histórica y una continuidad geográfica, y la subzona de El Molar no la tiene con respecto a las otras tres (San Martín de Valdeiglesias, Navalcarnero y Arganda). Mario Barrera, director técnico del Consejo Regulador, nos cuenta todas las vicisitudes vividas hasta conseguir esta ampliación que en un principio no veían nada clara. Unas dudas generadas precisamente por esa falta a priori de sentido geográfico por el cual las autoridades europeas podrían haber propuesto la creación de una nueva Denominación de Origen o cualquier otra indicación de calidad, desestimando así la ampliación requerida: «Al final de lo que se trataba era de encontrar un nexo que relacionara El Molar con el resto de subzonas de la D.O.», resume Mario. Tras meses de trabajo visitando las parcelas, tratando de entender la morfología de los suelos y reconocer las variedades que allí se desarrollan, dieron con lo que iban buscando. En El Molar y en sus alrededores se llegaron a encontrar los tres tipos de suelo que predominaban en el resto de las subzonas. Había terrenos calizos como los localizados en la mayoría de las parcelas de Arganda, arenosos como los que abundan en la zona de Navalcarnero y graníticos disgregados similares a los que han hecho famosa la subzona más occidental de la D.O., San Martín de Valdeiglesias. Este hallazgo hacía que la ansiada ampliación estuviera más cerca, puesto que aunque no había una continuidad física de los territorios, sí que existía una relación entre la composición de los suelos de las cuatro subzonas.
Otro de los aspectos importantes que debía esclarecerse y justificar era el de las variedades de uva que allí se cultivaban. Aquí, el equipo técnico del Consejo Regulador, aunque halló en su mayoría plantaciones de Malvar y Garnacha –o Garnacho, como lo llaman en la comarca–, lo cual favorecía aún más la creación del nexo de unión con las otras zonas, se toparon con plantas que no supieron identificar. «Se han encontrado variedades desconocidas sobre las que se están haciendo las investigaciones oportunas para conocer el parentesco. Una vez que consigamos identificarlas, habrá que hacer vino con ellas para determinar su potencial enológico. La expectación es máxima en todos los aspectos», concluye el director técnico del Consejo Regulador. Lo que sí parece claro es que esta comarca no sufrió el furor de la Tempranillo en décadas anteriores cuando se arrancaron miles de hectáreas de Garnacha en toda España para sustituirla por aquella. Las zonas donde la actividad vitícola no era muy boyante no se tocaron y hoy son las que conservan un interesantísimo patrimonio de cepas viejas de esta variedad. Podemos estar hablando, sin miedo a equivocarnos, de la próxima región garnachera de nuestro país.
Con todos los estudios hechos y las conclusiones sacadas, parecía que Bruselas no podía negar una evidencia que encajaba perfectamente en el dibujo de la D.O. en forma de una cuarta subzona. En 2018 fue aprobada la ampliación y en breve podremos degustar los primeros vinos. Pero además, según Mario, conoceremos con mayor precisión las hectáreas inscritas en la Denominación de Origen y los kilos recogidos en esta primera vendimia, datos que nos darán una idea de la situación productiva real y el potencial del que pueden disponer.
Colmenar Viejo, El Molar, El Vellón, Patones de Arriba, Pedrezuela, San Agustín de Guadalix, Talamanca del Jarama, Torrelaguna, Torremocha del Jarama, Valdetorres de Jarama y Venturada son los 11 municipios que constituyen esta nueva subzona, donde las variedades de uvas preferentes son la Malvar en blancas y la Garnacha en tintas. A estas hay que sumarles las autorizadas en el resto de territorios. Con esto tenemos creada la cuarta subzona con el respaldo y aprobación de las administraciones correspondientes. Está incluida en el pliego de condiciones del Consejo Regulador y esto habilita a cualquier proyecto bodeguero que cumpla con la norma a elaborar vino y poder etiquetarlo como D.O. Vinos de Madrid. Como cualquier marca agroalimentaria de calidad que echa a andar, comienza tímida y renqueante. Con pocos inscritos, pero atraídos todos por la ilusión de ver nacer una tierra de vino que esperemos dé de beber bien a mucha gente y genere riqueza para los habitantes de la comarca.
Mario nos presenta a los propietarios de los tres proyectos que empezarán esta aventura. Son proyectos que muestran la realidad del vino en la zona. Pequeños, personales, sin grandes inversiones de por medio. Se trata de tres realidades de gente con los pies en la tierra, conscientes del reto que supone poner a punto sus instalaciones y sus campos para cumplir con los requisitos establecidos. Conscientes sí, pero también un poco locos. Irremediablemente tienen que estar tocados por ese tipo de locura que hace que todos los días el mundo arranque. Son personas que más allá de pensar en el beneficio personal entienden que su trabajo animará a otras personas a sumarse al proyecto y esto sentará los cimientos para que el vino de la zona tenga futuro.
Tres proyectos iniciales
Ramón Cid es de esas personas a las que la Universidad de la vida les ha enseñado todo lo que sabe. Enérgico, vivaracho y con la máquina de pensar permanentemente encendida. «El año que viene pondré un pastor eléctrico en la viña porque mira cómo me la han dejado los animales de la zona», nos confiesa mientras nos enseña una de sus viñas de Tempranillo de la que han dado buena cuenta los corzos. El único viticultor y bodeguero de Venturada dedicado desde siempre al negocio del vino nos muestra algunas de las casi seis hectáreas de viñedo que tiene. Junto a él, sus dos hijos. El mayor, Ramón Cid, ya se está formando en la Escuela de la Vid de Madrid para seguir dando vida a un negocio que creó su abuelo Ramón hace ya más de 80 años embotellando y comercializando vino de otras zonas. Viña Bardela es el nombre de la bodega y sus instalaciones en Venturada empezaron a construirlas cada fin de semana desde 2005. Todo, absolutamente todo, desde la primera piedra de la nave de elaboración hasta la instalación del equipo de frío de los depósitos de acero inoxidable, lo ha levantado su familia. «12 años hemos tardado en construirla, pero ha merecido la pena», nos cuenta Ramón con satisfacción. En cuanto a los vinos que elabora, nos quedamos con Sacasueños, un blanco que tiene Viura y Malvar. Catamos la añada 2018 y lo encontramos limpio, de expresión media, sencillo y con una presencia notable de matices herbáceos y florales. Es un vino fácil de beber por su agradecida acidez y con un gran precio: la botella ronda los 5,80€. El de Ramón Cid es un proyecto familiar que tendrá continuidad por la savia renovada de la siguiente generación y por un respaldo administrativo y promocional por parte del Consejo Regulador de la D.O. Vinos de Madrid.
El siguiente enamorado de El Molar nos espera en la antigua cooperativa del pueblo, Nuestra Señora del Remolino. Carlos Reina es un colombiano que, como tantas otras personas en este mundo, abandonó su estresante vida y encontró refugio en la viña. Este ingeniero aeronáutico aterrizó en España con la intención de encontrar una zona donde elaborar vino. Comenzó su búsqueda, cómo no, en Rioja, pero acabó recalando en El Molar atraído por lo que veía y escuchaba. Empezó con otro socio a recuperar las viñas de la gente mayor del pueblo que eran socios de la cada vez más deteriorada cooperativa, unas instalaciones preparadas para 100.000 botellas aproximadamente. Hoy trabaja las 15 hectáreas de viñedo de los socios y elabora el vino en las antiguas dependencias de la cooperativa del pueblo bautizadas con el nuevo nombre de Bodega Tinta Castiza. Todos los viñedos tienen más de 40 años y son fundamentalmente de Garnacha, aunque tiene un par de majuelos de Tempranillo de unos 75 años de edad.
Carlos, con su carácter apaciguado y tranquilo, ha sido capaz en poco tiempo de conocer como la palma de su mano el viñedo del municipio y saber las parcelas idóneas para el cultivo de la vid: «Desde la A-1 hasta donde comienza el valle hay una cadena montañosa no muy alta. La ladera orientada al este es más fresca porque le da la sombra durante la tarde y eso es muy bueno para que la Garnacha madure de forma pausada». Algunas de sus mejores garnachas están plantadas en esa ubicación.
Catamos sus vinos entre depósitos de hormigón, tinajas de barro y una improvisada sala de barricas. Nos sorprende ante todo una Garnacha de 2017, que aún no ha salido al mercado y que se llamará 3 Majuelos. Es un vino que realizó la fermentación alcohólica en tinajas de barro. Posteriormente pasó unos cuatro meses madurando en esas tinajas y después se ha criado en barricas durante 14 meses. El perfil varietal es muy atractivo. Es floral, amable y bien construido a partir de una estructura noble y una acidez bien equilibrada, y es licoroso al final.
Las ganas de conocer el potencial de la zona que tiene Carlos, demostradas en las numerosas experiencias que encontramos en bodega, será un factor muy importante en el desarrollo de la subzona, y eso a día de hoy no tiene precio.
El tercer y último proyecto es quizá el más personal de todos. Resulta que la dedicación profesional de Juan Sebastián ha sido la electricidad. Su empresa de alumbrados da luz a numerosos municipios en sus fiestas patronales o navideñas. Como él dice, el vino ha sido un capricho. Su padre era viticultor y, aunque le ayudaba en las labores de campo cuando era niño, nunca pensó que acabaría haciendo vino. A principios del nuevo siglo plantó unas 4.000 cepas de Cabernet Sauvignon en una parcela y pocos años después empezó a elaborar un vino monovarietal procedente de una sola viña. Aunque le echan una mano, él es el que decide cuándo se realizan las labores fundamentales en el campo. Autodidacta y con un sexto sentido bien desarrollado, elabora 4.000 botellas que coloca entre amigos, compromisos y alguna venta cercana. Se trata de un vino con una crianza que oscila entre los seis y los nueve meses en barricas de roble francés nuevas y de segundo año. El vino se llama como la bodega: Viña Sebastián. Catamos la añada 2017 y sorprenden dos cosas de él. Por un lado, el carácter especiado de la uva y, por otro, la ausencia total de aromas de pirazinas. Ese matiz que recuerda al pimiento verde y que es tan característico de los vinos elaborados con Cabernet Sauvignon cuando no madura bien. Es goloso, la barrica está bien integrada y en el posgusto quedan recuerdos de regaliz interesantes. Corpulento al tacto y cálido al final.
Juan ve en esta incorporación de El Molar y el resto de municipios a la D.O. Vinos de Madrid una oportunidad que no hay que dejar escapar para que jóvenes de la comarca y, por qué no, de fuera comiencen a poner en pie una bodega y revitalizar así la actividad vitícola de la zona. Ojalá con esta nueva circunstancia afloren más proyectos capaces de elaborar vinos personales, de esos que tanto protagonismo cobran en las cartas de los mejores restaurantes de nuestro país y que inmediatamente captan la atención de los que buscan vinos ricos, diferentes y sobre todo con carácter propio. De aquí, de El Molar, saldrá más pronto que tarde una buena remesa de ese tipo de vinos.
Las cuevas y la D.O.
Conocidas las tres personas que van a participar en el pistoletazo de salida del vino de El Molar bajo el amparo de la D.O. Vinos de Madrid, hay que volver al verdadero reclamo turístico de la zona, que necesariamente está vinculado con el vino y que de alguna forma se deberá integrar en la nueva realidad administrativa de la actividad vitícola: las cuevas. En el municipio hay unas 600 cuevas repartidas en tres zonas: el cerro Majarromero, El Charcón y La Torreta. Algunas de las cuevas de esta última son las únicas destinadas a la restauración. Esta actividad, que nació en los años setenta, fue impulsada por el empresario Antonio Valdeavero Ponce. Bodega El Matador se asienta sobre un conjunto de seis caños, que es como llaman a las cuevas en la zona, conectados entre sí. En la actualidad, sus hijos Rebeca y Antonio se encargan no solo de gestionar el negocio, sino de trabajar para que se reconozca el patrimonio existente: «Estamos ante uno de los barrios de bodegas más importantes de la Península por el número de cuevas y por su excepcional estado de conservación», asegura orgullosa Rebeca.
En muchos de los caños propiedad de vecinos del pueblo se elabora vino para consumo particular. También en El Matador tienen su propio vino. Antonio se encarga de elaborarlo. Aunque la Garnacha que participa en el vino proviene de la zona, es cierto que tanto la Tempranillo como la Syrah son de Belmonte (Cuenca), lugar donde tienen las instalaciones bodegueras.
Articular la realidad de los caños dentro de la nueva incorporación de El Molar en la D.O. Vinos de Madrid no será fácil, puesto que hay que adaptar instalaciones y prácticas en campo y bodega a la nueva norma, pero tampoco es inalcanzable. Los hermanos de El Matador se han planteado incorporarse a la D.O., pero son conscientes de que hay que recorrer un camino que llevará tiempo. Para Rebeca sería interesante encontrar una conexión de este patrimonio geológico y cultural con el ente administrativo regulador para desarrollar económicamente la zona. No hay actividades consistentes en la comarca y esta puede ser una de gran interés.
Está claro que queda mucho por hacer en la recién nacida cuarta subzona de la D.O. Vinos de Madrid, pero de lo que podemos estar seguros es de que su incorporación era necesaria. Encontrar y rescatar las viñas viejas del entorno, localizar las mejores ubicaciones de la región para ampliar el patrimonio vitícola y dar con el distinguido y único carácter de los vinos de El Molar son algunos de los deberes que los proyectos fundadores y los que vengan deberán realizar para poder lucir con orgullo la distinción de Vinos de Madrid.